El final de ‘Cerrar los ojos’: la obsesión de Erice por esculpir en el tiempo

Cuando apareció la fotografía hace casi dos siglos pensaban que la cámara nos robaría el alma. Si estamos abocados a la muerte, convertir un instante de nuestra vida en una imagen inmortal tenía que ser a la fuerza un invento del demonio. Algo que desafiaba toda ley natural. Y por eso, imagino, que cuando decidieron juntar 24 fotografías por segundo para hacer una película, eso ya no sería como robar el alma, sino como venderla directamente al diablo. Afortunadamente superamos ese miedo y hoy todos tenemos una máquina robadora de almas en el bolsillo. Pero aún sin miedo, la obsesión por convertir nuestra vida en momentos que sobrevivan al tiempo continúa. Eso es lo que hace de alguna manera el cine, y de eso habla precisamente el final de Cerrar los ojos (Erice, 2023).
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La secuencia final de Cerrar los ojos, y huelga decir que quien no haya visto la película y quiera evitar los spoilers debería dejar de leer ahora mismo, va a quedar grabada en nuestra memoria por mucho tiempo. Y no solo por ver el rostro de Ana Torrent de nuevo en una sala de cine, aunque es un caramelito irresistible con el que Erice tampoco ha querido jugar demasiado. Va a quedar grabada porque comprime en pocos minutos toda la esencia de Cerrar los ojos, pero también la de todo el cine del director.
El final de Cerrar los ojos y el deseo de permanecer
Miguel Garay (Manolo Solo) proyecta el fragmento final de La mirada del adiós, una película que nunca existió, como último recurso para que Julio Arenas (José Coronado), amigo, actor y protagonista de la película, recuerde quién es. Tal vez verse a sí mismo en la pantalla le remueva algo en el interior, o tal vez solo vea un extraño que en nada se le parece. Y ahí es donde Erice prefiere el misterio sobre el enigma, como él mismo distingue. Prefiere no responder y terminar la película con la mirada críptica y maravillosamente interpretada de José Coronado. Aun así, podemos encontrar un atisbo de respuesta si entendemos lo que este final nos cuenta sobre la memoria, el cine y, sobre todo, el por qué hacer cine.

Manolo Solo y José Coronado en el rodaje de Cerrar los ojos | Fotografía de Manolo Pavón
La obsesión de Miguel por recordarle a Arenas quién es, o mejor dicho, quién fue, no es más que su propia obsesión por permanecer. Que su amigo desapareciera de la noche a la mañana y sin dejar más rastro que dos zapatos mojados ha sido para Miguel Garay lo mismo que si muriera. Por eso, de vez en cuando se pregunta: «¿y si no? ¿y si aún vive, en alguna parte?». Y lo hace con la misma desesperación con la que un ateo agarra el crucifijo cuando ve la muerte cerca, negándose a creer que el final de la vida sea algo tan carente de sentido. Recordarle a Arenas quién es Arenas, revivirlo de alguna manera, sería como vencer a la muerte. Algo que llega en el mejor momento —o peor, según se mire— para Miguel.
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Durante toda su vida Miguel parece haber sabido perfectamente lo que hacía. Un director que sabía dirigir, un traductor que sabía traducir y hasta un pescador que sabía pescar. Con la tranquilidad que le da saber que en la vida cualquier cosa que uno no sabe lo aprende. O al menos, casi cualquier cosa. Porque Miguel es un viejo que no sabe envejecer. Que mientras aprende a hacerlo le crecen las canas, y al final sólo le quedará una cosa que tampoco le dará tiempo a aprender: cerrar los ojos por última vez.

Manolo Solo interpretando al personaje de Miguel Garay en Cerrar los ojos | Fotografía de Manolo Pavón
Por eso es ahora cuando Arenas vuelve a su cabeza, y cuando descubrir que podría estar viviendo en una residencia, ajeno a su propio pasado, le desvela por las noches. ¿Por qué no dejarle allí, tranquilo? Si quiso desaparecer, de nada sirve intentar ahora traerlo de vuelta. Y si no fue una huída, sino que sufrió un accidente, de poco sirve ya remover cosas del pasado a un hombre que no lo tiene. «¿Por qué no le dejas en paz?», me preguntaba sin parar durante la segunda mitad de la película. Precisamente porque Miguel no lo hace por su amigo, sino por él mismo. Porque así entendería lo que es “desaparecer” y comprobaría que nunca nadie desaparece para siempre.
Ahí es donde el cine, más allá de los recuerdos, las palabras y las caras, puede obrar milagros. Porque las películas, el último recurso de Miguel Garay, es ese invento del demonio que nos vuelve inmortales. O al menos esa es la obsesión por la que, para Erice, hacemos cine. En palabras de Tarkovski: «esculpir en el tiempo».

Víctor Erice en el rodaje de Cerrar los ojos | Fotografía de Manolo Pavón
Sin embargo, la cámara nunca nos vuelve inmortales, o no del todo. No es el alma lo que no roba, es tan solo un reflejo, un momento que quedaba grabado en el fotoquímico y ahora en el digital. Por eso de Julio Arenas quedarán siempre los personajes a los que dio vida, pero de quién fue en realidad, su memoria y su conciencia, ya no queda nada.
«Lo que permanece de ellos [los actores] en la memoria de los espectadores, es toda esa serie de personajes que interpretaron a lo largo de una vida. Y se podría decir, quizá exagerando, que eso es lo que les constituye. Eso está en su naturaleza».