
El cine de terror es el cine de lo desconocido, esa es la materia prima a disposición de cualquier autor que quiera hacernos pasar un mal rato. Si entendemos eso, entendemos también que el buen cine de terror será inevitablemente el cine desconocido, insólito y único. Aquel que nos desconcierte, que nos lleve a los lugares donde nadie había ido antes. Aquel que, en definitiva, nos deje sin esas defensas que nos hacen pensar "todo está bien". Por eso el cine que más nos revolverá las entrañas, el que nos mantendrá sin pegar ojo toda la noche, será seguramente un cine de autor. Ese que encuentre una mirada única con la que desarmarnos y dejarnos a merced de aquello que no conocemos. Conseguir algo así es precisamente lo que hace que The Innocents (Eskil Vogt, 2022) sea una de las mejores películas de terror del siglo XXI.
El terror en The Innocents
Si The Innocents se sale de la norma no es solo por no acudir a lugares comunes como sustos —fáciles o complejos— o premisas mascadas. Más allá de algún cuchillo reflejando en la oscuridad o una niña huyendo de misteriosas sombras en el bosque, que sí nos recuerdan a un terror canónico, cada escena en The Innocents se construye a partir de un mismo ingrediente: terrorífica familiaridad.
Cuanto más se acerca el terror a los espectadores más arrinconados nos sentimos. Así lo demostraban Craven o Carpenter en los orígenes del slasher. Pero lo que hace impecable a The Innocents no es llevar ese terror al entorno de los personajes, sino a ellos mismos. Construye la historia en torno a esa incómoda verdad sobre el ser humano que dice que somos seres violentos. Y lo hace apelando a esa matriz tan pura e intachable: la infancia.

Fotograma de The Innocents
No es solo que nos veamos reflejados en los personajes al jugar con unos juguetes a los que, aun universales, nos sentimos personal y exclusivamente unidos. O que, como ellos, hayamos visto de pequeños a un monstruo acechando en cualquier sombra reflejada en la pared cuando vamos a dormir. La película se plaga de pequeños detalles que constantemente nos recuerdan a lo más sincero de nosotros mismos. Pero por encima de todo, reconocemos sus risas inocentes, su curiosidad, sus envidias, sus impulsos… Reconocemos su ira destructiva cuando algo nos duele, seguida de la más profunda culpa, para el día siguiente volver a dejarse llevar por el odio. Así vemos al más maquiavélico de esos niños como un inocente, porque nosotros también hemos roto un plato, llorado y con el tiempo vuelto a romperlo. Esa maldad es inherente a nosotros y lo reconocemos. Llevada al mayor de los extremos, son de todo menos platos lo que rompen, pero esa maldad es tan suya como nuestra.
Recuerdo de pequeño, entre árboles y apartados del resto de mortales —extrañamente similar a la escena de los dos protagonistas—, cómo mi mejor amigo me contaba que podría tumbar cualquier farola y aplastar a quien quisiese. Fantaseábamos y queríamos más de ese atractivo y magnético juego al que los adultos llaman violencia. Y es que esa violencia es para cualquier niño la fruta prohibida. Una fuerza desconocida y por tanto aterradora. Pero por ser desconocida es también, para esos mismos ojos que todo lo ven nuevo, irresistible. La mirada de los niños es el encuentro contradictorio y perfecto entre la curiosidad desatada por acercarse a lo desconocido y el terror absoluto por encontrarlo. Su historia es mi historia y la de cualquier crío, en una tarde en el parque y a escondidas de los demás, donde sus poderes fuesen mucho más que solo fantasía.