‘El Conde’ de Larraín: una sátira sobre el fascismo chileno, pero también el nuestro

El 11 de septiembre es una fecha grabada a fuego en nuestra memoria, incluida la de Pablo Larraín, director de El Conde, la película que llegaba el pasado viernes a Netflix. Pero, tal vez, Larraín no recuerde tanto el atentado de 2001 como aquel otro —promovido por ese mismo país de banderas y estrellas— que ocurría en Chile en 1973: el golpe de estado de Augusto Pinochet. El director y el guionista Guillermo Calderón, ya consagrados en el mundo del biopic, se la juegan esta vez con una sátira absurda, una comedia negra sobre la figura del dictador que, como nos cuentan, es un vampiro centenario que lleva siglos luchando contra los derechos humanos.
«La impunidad provoca inmortalidad, en el imaginario y en la historia», Pablo Larraín
Así hablaba el director de su protagonista, de por qué convertirlo en un monstruo que necesita de la sangre de los demás para sobrevivir. Pinochet para Larraín, e imagino que no para ciertas secciones de la política chilena, comparte con la figura del vampiro algo más que ser el responsable de miles de muertes y vestir con capa.

A un lado, un fotograma de El Conde, al otro una fotografía de Pinochet pasando revista a las tropas en Santiago de Chile
A día de hoy, el 36% de la población chilena cree que los militares «tenían razón» para dar el golpe de estado que acabó con Salvador Allende. Pinochet murió rico y su familia ha gozado durante décadas de la fortuna millonaria que le brindó la dictadura. Torturadores y asesinos como Paredes Márquez, que con 44 disparos y tras días de tortura acabó con la vida de Victor Jara, no han sufrido más que una condena de 45 míseros días en la cárcel. Esa es la inmortalidad de la que habla El Conde.
«A diferencia de lo que ocurrió en Argentina o en Uruguay, que sí pudieron juzgar a sus dictadores, nosotros no pudimos. Pinochet murió completamente libre y millonario, y jamás pagó por sus crímenes. Eso lo hace una figura eterna».
Pablo Larraín
Y no es algo que afecte solo a Pinochet y su familia, o a los chilenos de extrema derecha que reivindican la figura del dictador. La inmortalidad de El Conde es la eternidad del fascismo. Por eso el vampiro de Larraín viene de la Francia revolucionaria del siglo XVIII, pasa por la revolución rusa y termina en Chile. No se trata de un fenómeno local en la lejana Transilvania, sino que la naturaleza del Conde y del fascismo es una fuerza transversal a todos los países y generaciones. No hace falta buscar fuera de nuestras fronteras para ver ese fantasma, son nuestros propios políticos en España los que tienen a los defensores de Pinochet como aliados.
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«Nosotros pensamos que la farsa y la comedia negra eran la única manera de acercarse a Pinochet», Pablo Larraín
Larraín habla de la comedia de El Conde como la única forma de enfrentarse al dictador, porque la distancia que te ofrece la sátira te permite hablar de una herida que siempre estará abierta. Para reconocer lo absurda que ha sido la impunidad de Pinochet pero no banalizar la dureza de sus crímenes.
Pero más allá de la política, El Conde nos hace reír y temer a partes iguales de una manera magnífica. Consigue emocionarnos con unas imágenes arrebatadoramente bellas y un uso de la cámara propio de uno de los mejores cineastas de nuestro tiempo. La puesta en escena milimétrica y la sutileza que ya había demostrado dominar con Spencer cobran ahora una dimensión diferente al hablarnos en la misma lengua expresionista en la que nos hablaban Nosferatu o El gabinete del doctor Caligari.



Paula Luchsinger volando en El Conde.
Y es cierto que en ese imposible equilibrio de tonos El Conde llega en cierto punto a perder el ritmo, o no a pasarse de frenada con la metáfora, pero sí a tentar el ridículo. Tal vez demasiado para muchos espectadores, no para el jurado del Festival de Venecia, que le otorgó el premio a Mejor Guion Original. En cualquier caso, el gran acierto de Larraín se encuentra en dirigir una de las mejores secuencias de este año —el vuelo de una espectacular Paula Luchsinger—, colocándonos en la incómoda posición de dejarnos seducir por imágenes hipnóticas, aun conociendo el dolor que subyace por debajo. Porque, en palabras del director Miguel Ángel Vivas, cuando el cine no es político, es contenido.