
El final de Don’t Look Up (No mires arriba, 2021) es la joya de la corona de Adam McKay. La película está teniendo un impacto brutal por su crítica social, un elenco absurdamente perfecto y otras razones sobre las que poco más puedo aportar a lo que ya se ha comentado o, incluso, a lo que ya cuenta la película por sí misma. Por eso me gustaría centrarme en algo más concreto, ese final que a mí, personalmente, me ha fascinado. Huelga pedir que se aparten de este artículo aquellos que aún no la hayan visto y que vayan corriendo a su cuenta de Netflix para hacerlo, o en su defecto, a la de su amigo "netflixadicto" más cercano.
Un final hacia lo pequeño
Una vez el impacto del cometa Dibiasky se vuelve, por fin, innegablemente inmediato, Adam McKay nos muestra cómo la raza humana acepta su catastrófico final. Y lo hace centrándose en el corazón de una sociedad norteamericana que lleva retratando mas de dos horas: la familia. No tanto en esas escenas de acción y efectos especiales espectaculares —que desde luego tampoco faltan y que tanto suelen complacer al excelentísimo algoritmo de Netflix—, sino en lo diminuto, lo humano. Ese aleteo de una avispa que se entrelaza con las enormes explosiones. Contar desde lo pequeño es todo un arte y por eso aquí guion, música, fotografía, montaje y todas las demás ramas, reman a una para plasmar un mismo concepto:
«No hay nada mejor que lo casero».
Randall (Leonardo Dicaprio)
Ver a estos personajes temblar y sudar, cogiendo con fuerza las manos de sus seres queridos mientras hablan de algo tan liviano como la forma que tiene Randall de hacer su café, como si no fuese su último minuto en la tierra, da escalofríos. Y al revisionar la escena me resultó ridículamente corta comparado con el tiempo que en mi cabeza había transcurrido la primera vez. Igual que ocurre con cualquier buen recuerdo, al fin y al cabo. Porque eso es lo que esta escena construye, un recuerdo.
Un final que mira al pasado

El final de Don't Look Up, la familia reunida esperando el cometa
La banda sonora resuena melancólica, casi como si saliese de una vieja caja de música. El polvo y las virutas que preceden a la ola de destrucción empiezan a inundar la atmósfera, volviendo el color de esa casa más y más triste, sepia, como si de un filtro vintage de Instagram se tratase. Esa estampa se ha convertido de pronto en una fotografía antigua, mal conservada y a punto de quebrarse, de un recuerdo que se nos escapa.
Una fotografía en la que, por otra parte, queremos permanecer pero que nos obligan a abandonar. Por eso el montaje nos detiene de sopetón en algunos instantes, como si el reproductor de Netflix hubiese fallado y, en cualquier otro caso menos en este, nos chirriase tanto que nos sacase de la película (al menos no le ocurrió a un servidor). Ese instante congelado en el tiempo permanece porque nosotros estamos deseando que permanezca, que no muera, que deje de ser tan fugaz como su naturaleza le obliga a ser. Por eso me parece tan acertado que un corte repentino de montaje ponga punto y final a la ilusión y nos arrastre, sin permiso y sin pedir disculpas, al inevitable final.
Y como lo inevitable aquí resulta evidente, y por evidente innecesario, Mckay no cuenta una historia en la que el final sea una incógnita. Puede que lleguemos a soñar con que desvíen el cometa, con que por suerte la tierra lo esquive, o incluso con que el plan de ese maquiavélico y orgulloso gaznate de la tecnología llegue a buen puerto… pero ese no es el indiscutible y evidente final. McKay solo nos acompaña hasta él, arrastrado junto a nosotros por esa ola, y si en algún momento creímos que otra alternativa era posible sólo fuimos tan ilusos como los fanáticos del Don't Look Up.
Un final que nos mira a nosotros

Fotograma de Don't Look Up
Pero esta escena, después de toda la rueda mediática, el circo político, y la corrupción que conlleva atravesar ambos mundos, nos recuerda que hay una vida por la que luchar y merece la pena intentar evitar que se convierta en una fotografía rasgada. Aun catastrófico, es un mensaje esperanzador que se fija en la belleza humana. No está todo perdido, al fin y al cabo Randall no murió solo, como vaticinó ese algoritmo.
Y digo esperanzador para nosotros, claro, no para ellos. En esta cena parece que a las profundas y sinceras miradas de unos actores tan maravillosos les llena la angustia de la impotencia, no solo ante un cometa de 5 a 10 kilómetros de ancho que ya llama a sus puertas, sino ante el hecho de no haberlo podido hacer mejor. Ante el hecho, sobre todo, de que ya es tarde. «Al menos lo intentamos», dice Dibiasky (Jennifer Lawrance), como diciéndonos “eh, yo ya no estoy a tiempo, vosotros sí”. Una impotencia aterradora que al final se resume en una simple frase, desgraciadamente, en pretérito.
«En realidad lo teníamos todo».
Randall
Don't Look Up está disponible en Netflix